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viernes, 5 de octubre de 2018

"Cabildo de Arriba" (Santander), por Rafael Pérez Llano

Están derribando las últimas ruinas del Cabildo de Arriba. No voy a hacer un lamento por el impacto inexistente de la caída de lo viejo ni siquiera en su respetable acepción de antiguo y memorable. No voy a llorar por Sotileza, que nunca existió, porque prefiero a Casilda, de la cual pocos se acuerdan por su lastre de prisionera de su clase.
La historia de Santander es una descripción de derribos y abandonos. Eso no impide que la propaganda suela referirse a un pasado glorificado por la catástrofe. Quizá el aprecio al recuerdo del incendio vaya más allá de la conmemoración de un día trágico para mucha gente y parte de la querencia se deba a que produjo un espacio en blanco que enseguida se llenó con especulaciones y retranqueos y permitió clasificar aún más a la población en los barrios de la obra sindical vertical. No se recuerdan con el mismo énfasis los abundantes motines por la escasez e insalubridad del agua aunque el PGOU haya sido tumbado (de momento) por olvidarse de ese suministro en un futuro que se sueña masificado.
El Cabildo de Arriba fue barrio pesquero, como mucho antes lo fue el Arrabal (que el grabado de Joris Hoefnagel muestra junto a las redes tendidas en la playa) y luego también Cabildo de Abajo, en Puerto Chico y San Martín y mestizado con obreros de astilleros y fábricas de gas, azúcar y betunes. Cuando los pescadores y descargadoras fueron expulsados de la ciudad (un viejo anhelo de la burguesía de olfato y oídos hipersensibles a las tripas de sarda y al idioma pejino), esa parte arcaica de la calle Alta y las calles y callejas que rodeaban la catedral (entre las que hubo incluso un callejón llamado, como muchos pasos inferiores, del Infierno) tuvo el privilegio contradictorio de quedar como extrarradio interior durante décadas mientras el centro se iba conformando como el preludio del parque temático tópico con que hoy intentan elevar la ciudad a la excelencia turístico-hostelera-cultural.
Parece que Santander nunca favoreció la construcción de una hipótesis sobre sí misma. Me da la sensación (los expertos lo discutirán) de que este territorio y sus gentes estuvieron siempre en permanente transición hacia sí mismos, lo cual, por supuesto, no significa nada, pero queda bien para expresar mi desconcierto.
Se ha señalado que el crecimiento del XVIII llenó la ciudad de inversores inmigrados, muchos de los cuales no procedían de lugares tan lejanos como para romper los lazos con sus orígenes ni siquiera tras los cambios generacionales. Pero resulta evidente que los harineros castellanos, consignatarios vascos, hosteleros franceses, prospectores británicos o tranviarios belgas aprendieron de los hidalgos y banqueros autóctonos a autoproclamarse santanderinos de toda la vida con el mismo desapego irónico, ferviente y felizmente sardineril. A ellos se sumaron las aristocracias trashumantes en un triunfo vacacional y muy rentable debido en parte a pestes y guerras ajenas. La Ilustración entró lo justo para moderar los hábitos con permiso del obispado, pero la revolución industrial no consiguió un buen ensanche y el puerto comercial y pesquero fue empujado sin reparos hacia las marismas interiores.
Cuando la propiedad pasó de vertical a horizontal, el mundo siguió siendo el mismo, pero los negocios aumentaron y la especulación tomó las formas que hoy son ortodoxas, benditas e irrefutables, aunque los poderes (que sin embargo lo eran) no pusieran mucho empeño en imaginar una ciudad separada de la postal de casinos y baños de ola en playas alejadas, de modo que el núcleo urbano se estableció como el desván cultural de un banco (al otro lado de la bahía está el poder verdadero del búnker de datos), su logo, espacio de exhibición en terrazas y poco más.
La plebe, mientras, estaba y está a lo suyo: sobrevivir en los huertos y vaquerías asediados por la urbe, los talleres, las lindes portuarias (donde, como dice el tango, llegan almas de todos los vientos del mundo), los andamios, la hostelería y el precariado habitual. Y a veces, pero sólo cuando el desastre se hace alucinante y cotidiano (TUS), pelea contra el intento municipal de aislar la periferia humilde y blindar la pudiente.
El cabildo-margen se fue volviendo una anomalía enclaustrada en un centro que paradójicamente lo salvaba de la especulación inmediata -cosas del calendario de la ocupación del suelo-, así que cayó lentamente para acomodarse a otros planes, como el del litoral de San Martín, ya prefigurado en cemento, la ladera sur del cerro, de honrosa, pero ya vencida resistencia, y la continuación por el norte y el nordeste de un impersonal paraíso litoral.
No creo que lo que desaparece deba ser conservado; ni por una idea de belleza ni por cuestiones emotivas. Creo que la estética y sus emociones deben ser desacralizadas. No es la pérdida de lo antiguo lo que más me importa, sino la ausencia de rastros de evoluciones y revoluciones que puedan definirse en la memoria. Es la decadencia consentida y aprovechada lo que me molesta, la construcción de una huida hacia adelante basada en el modelo que repite los ciclos de crisis e ignora la evidencia de una ciudad cuyos habitantes huyen para dejar huecos que vender replicando vídeos de promoción turística y burbujas culturales amaneradas.Ya lo dijo Bernardo de Morlaix: sólo quedan del origen nombres vacíos. Espero que del Cabildo de Arriba permanezca el nombre. Así, al menos, alguien podrá preguntar de dónde viene.
 


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