Están derribando las últimas
ruinas del Cabildo de Arriba. No voy a hacer un lamento por el impacto
inexistente de la caída de lo viejo ni siquiera en su respetable acepción de
antiguo y memorable. No voy a llorar por Sotileza, que nunca existió, porque
prefiero a Casilda, de la cual pocos se acuerdan por su lastre de prisionera de
su clase.
La historia de
Santander es una descripción de derribos y abandonos. Eso no impide que la
propaganda suela referirse a un pasado glorificado por la catástrofe. Quizá el
aprecio al recuerdo del incendio vaya más allá de la conmemoración de un día
trágico para mucha gente y parte de la querencia se deba a que produjo un
espacio en blanco que enseguida se llenó con especulaciones y retranqueos y permitió
clasificar aún más a la población en los barrios de la obra sindical vertical.
No se recuerdan con el mismo énfasis los abundantes motines por la escasez e
insalubridad del agua aunque el PGOU haya sido tumbado (de momento) por
olvidarse de ese suministro en un futuro que se sueña masificado.
El
Cabildo de Arriba fue barrio pesquero, como mucho antes lo fue el Arrabal (que
el grabado de Joris Hoefnagel muestra junto a las redes tendidas en la playa) y
luego también Cabildo de Abajo, en Puerto Chico y San Martín y mestizado con
obreros de astilleros y fábricas de gas, azúcar y betunes. Cuando los
pescadores y descargadoras fueron expulsados de la ciudad (un viejo anhelo de
la burguesía de olfato y oídos hipersensibles a las tripas de sarda y al idioma
pejino), esa parte arcaica de la calle Alta y las calles y callejas que
rodeaban la catedral (entre las que hubo incluso un callejón llamado, como
muchos pasos inferiores, del Infierno) tuvo el privilegio contradictorio de
quedar como extrarradio interior durante décadas mientras el centro se iba
conformando como el preludio del parque temático tópico con que hoy intentan
elevar la ciudad a la excelencia turístico-hostelera-cultural.
Parece que
Santander nunca favoreció la construcción de una hipótesis sobre sí misma. Me
da la sensación (los expertos lo discutirán) de que este territorio y sus
gentes estuvieron siempre en permanente transición hacia sí mismos, lo cual,
por supuesto, no significa nada, pero queda bien para expresar mi desconcierto.
Se ha señalado que
el crecimiento del XVIII llenó la ciudad de inversores inmigrados, muchos de
los cuales no procedían de lugares tan lejanos como para romper los lazos con
sus orígenes ni siquiera tras los cambios generacionales. Pero resulta evidente
que los harineros castellanos, consignatarios vascos, hosteleros franceses,
prospectores británicos o tranviarios belgas aprendieron de los hidalgos y
banqueros autóctonos a autoproclamarse santanderinos de toda la vida con el
mismo desapego irónico, ferviente y felizmente sardineril. A ellos se sumaron
las aristocracias trashumantes en un triunfo vacacional y muy rentable debido
en parte a pestes y guerras ajenas. La Ilustración entró lo justo para moderar
los hábitos con permiso del obispado, pero la revolución industrial no
consiguió un buen ensanche y el puerto comercial y pesquero fue empujado sin
reparos hacia las marismas interiores.
Cuando la
propiedad pasó de vertical a horizontal, el mundo siguió siendo el mismo, pero
los negocios aumentaron y la especulación tomó las formas que hoy son
ortodoxas, benditas e irrefutables, aunque los poderes (que sin embargo lo
eran) no pusieran mucho empeño en imaginar una ciudad separada de la postal de
casinos y baños de ola en playas alejadas, de modo que el núcleo urbano se
estableció como el desván cultural de un banco (al otro lado de la bahía está
el poder verdadero del búnker de datos), su logo, espacio de exhibición en
terrazas y poco más.
La plebe,
mientras, estaba y está a lo suyo: sobrevivir en los huertos y vaquerías
asediados por la urbe, los talleres, las lindes portuarias (donde, como dice el
tango, llegan almas de todos los vientos del mundo), los andamios, la
hostelería y el precariado habitual. Y a veces, pero sólo cuando el desastre se
hace alucinante y cotidiano (TUS), pelea contra el intento municipal de aislar
la periferia humilde y blindar la pudiente.
El cabildo-margen
se fue volviendo una anomalía enclaustrada en un centro que paradójicamente lo
salvaba de la especulación inmediata -cosas del calendario de la ocupación del
suelo-, así que cayó lentamente para acomodarse a otros planes, como el del
litoral de San Martín, ya prefigurado en cemento, la ladera sur del cerro, de
honrosa, pero ya vencida resistencia, y la continuación por el norte y el
nordeste de un impersonal paraíso litoral.
No creo que lo que
desaparece deba ser conservado; ni por una idea de belleza ni por cuestiones
emotivas. Creo que la estética y sus emociones deben ser desacralizadas. No es
la pérdida de lo antiguo lo que más me importa, sino la ausencia de rastros de
evoluciones y revoluciones que puedan definirse en la memoria. Es la decadencia
consentida y aprovechada lo que me molesta, la construcción de una huida hacia
adelante basada en el modelo que repite los ciclos de crisis e ignora la
evidencia de una ciudad cuyos habitantes huyen para dejar huecos que vender
replicando vídeos de promoción turística y burbujas culturales amaneradas.Ya lo dijo
Bernardo de Morlaix: sólo quedan del origen nombres vacíos. Espero que del
Cabildo de Arriba permanezca el nombre. Así, al menos, alguien podrá preguntar
de dónde viene.