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miércoles, 25 de octubre de 2017

Los orígenes intelectuales del nacionalismo catalán (I): del carlismo a Hegel, y (II) El Catalanismo liberal, por el Dr. D. Felipe José de Vicente Algueró, presidente de la Asociación Nacional de Catedráticos de Secundaria ANCABA

Somos un pueblo”, repitió Puigdemont varias veces en su comparecencia del día 3 de octubre. Un pueblo, una nación, “ein Volk” en alemán. Y un pueblo es una nación y una nación ha de tener un Estado que encarna el “espíritu del pueblo”. Nacionalismo hegeliano. Fue Hegel quien transformó el nacionalismo liberal de principios del siglo XIX en una ideología totalitaria al servicio del Estado prusiano e influyó decisivamente en el carácter irracionalista, historicista y antiliberal de los nacionalismos posteriores, el catalán incluido. K. Popper ya denunció este nacionalismo como una ideología perversa y uno de los grandes enemigos de las sociedades abiertas.
 
La sociedad abierta popperiana es el Estado liberal de derecho que la civilización occidental ha ido alumbrando y consolidando a pesar de sus grandes enemigos: los irracionalismos románticos y los totalitarismos del siglo XX. Entre los irracionalismos románticos ya tenemos un buen ejemplo en la Cataluña del siglo XIX: el carlismo. La Cataluña carlista coincide casi exactamente con la Cataluña más independentista actual. Hasta el mismo Puigdemont tiene orígenes familiares carlistas. La principal característica del carlismo fue su rechazo frontal, religioso, sentimental y altamente emotivo del estado liberal. “El liberalismo es pecado” es el título del famoso panfleto de un clérigo catalán, Salvà i Sardany, quien por cierto firmaría hoy con gran regocijo cualquier manifiesto clerical a favor del independentismo, eso sí cambiando el título: “El constitucionalismo es pecado”. Lo que venía a decir Salvà es que del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia se deduce una sola opción política, la carlista, así que todas las demás están equivocadas. Eso es más o menos lo que dicen los sacerdotes independentistas, las monjas nacionalistas y los abades de Montserrat y Poblet: el que no piensa como nosotros no está en la onda del Evangelio. Supongo que eso debería pensar el inefable obispo de Solsona (tierra carlista pata negra) cuando participó en un acto ilegal el día 1 de octubre votando en la performance-votación. Su conciencia (neocarlista) debió de quedar tranquila.
 
El prudente León XIII rectificó tamaño dislate y reconoció que los católicos que participaban en la España liberal no iban al infierno por eso, en todo caso sería por los mismos pecados que podían cometer también los carlistas. Y como ponerse evangélicamente al lado de un pleito dinástico iba siendo cada vez más insostenible, Torras i Bages, un clérigo antiliberal de tomo y lomo, pero inteligente, purificó el carlismo en retirada para convertirlo en un catalanismo tradicionalista, ruralista y teocrático. Cataluña había salido casi de la mano de Dios, era anterior a cualquier Estado u organización social y, por lo tanto, el Estado liberal no hacía otra cosa que ir contra la misma voluntad divina, o sea, contra una Cataluña identitaria, pacífica, feliz en sus tradiciones y que no tenía nada que ver con ese maldito Estado liberal que nos convierte en simples ciudadanos cuando nosotros somos por encima de todos catalanes y, por supuesto, católicos, que es lo mismo. Torras era un obispo político hasta la médula, participó en la Asamblea de la Unión Catalanista que aprobó las Bases de Manresa, una especie de constitución catalana propuesta a los gobernantes del Madrid liberal que no hicieron mucho caso.
 
Las Bases de Manresa son una primera clave del nacionalismo catalán: el parlamento que proponen para la nueva Cataluña feliz era un parlamento orgánico, en que los diputados no eran elegidos directamente por los ciudadanos y a través de partidos, sino a través de gremios y corporaciones. Algo así como la democracia orgánica de las Cortes franquistas, que por algo bebieron su inspiración en la misma fuente tradicionalista.
 
No es de extrañar que a los liberales (incluso a los catalanes) este modelo de Estado catalán les pareciera un retorno a la Edad Media. Al pobre Valentí Almirall, que era catalanista y republicano, pero liberal, le hicieron la vida imposible porque el pensamiento único era entonces el marcado por Torras i Bages y el grupo en torno a la revista “La Veu de Montserrat” formados todos ellos en el carlismo más rancio y ahora evolucionados hacia un tradicionalismo gremialista.
 
Este es el primer cromosoma del nacionalismo catalán y que aún perdura: su absoluta falta de comprensión de lo que es el Estado liberal y constitucional, cuyos orígenes están en la teología cristiana (la escuela de Salamanca, Suárez y Vitoria) y en la Ilustración. El nacionalismo catalán no ha podido entender todavía lo que significa una “sociedad abierta”, aquella en que la política se basa en la racionalidad, el debate civilizado, la pluralidad, el pacto y el acuerdo. El principal garante de la sociedad abierta es el Estado de derecho cuya esencia descansa en el pacto o contrato de los ciudadanos entre sí, dando origen a las leyes y a las normas de convivencia que tienen como fin primordial la salvaguarda de los derechos de cada ciudadano. Y empezando por algo tan sencillo como el reconocimiento de la sociedad como formada por ciudadanos, no basada en un ente metafísico previo (la nación, la raza, la clase social…) y en la que las identidades religiosas, ideológicas o étnicas son respetadas, pero no son el fundamento del Estado.
 
 
Hegel impartiendo clase. Litografía de Franz Kugler, 1828
 
El hegelianismo vino después, alejando el nacionalismo tradicionalista de sus bases teocráticas y dándole un contenido más respetablemente filosófico. Para Hegel, el sujeto de la Historia no es la persona, el individuo o el ciudadano: es la nación. Mejor dicho, el Estado, porque previamente ha afirmado solemnemente que toda nación requiere un Estado propio que es la encarnación del “espíritu del pueblo”. Colectivismo nacionalista, pero colectivismo al fin y al cabo como sería el comunismo después. El individuo no existe, es una célula más de ese ente metafísico que es la nación. La libertad personal consiste en adecuar mi voluntad a la de la nación, no hay más voluntad que la general (Rousseau es un precursor) que una vez formada no admite disidencia ni discrepancia. Está claro: “somos un pueblo”, un único sujeto histórico y quien discrepa no es “pueblo”, es, simplemente, un paria desnortado que acaba señalado como un antipatriota, o sea, anticatalán. La apropiación obscena que los nacionalistas catalanes hacen de ideas como “pueblo catalán”, “Cataluña”, etc.… es hegelianismo en estado puro. Y luego viene lo demás: al único pueblo, al único espíritu, le corresponde un único partido, o mejor, un “movimiento nacional” en donde están partidos, asociaciones, clubes de fútbol, sindicatos, universidades, órdenes religiosas, medios de comunicación… Claro, si todos somos el mismo pueblo hemos de actuar al unísono. La libertad personal y ciudadana quedan literalmente fulminadas.
 
Lo que pasó los días 6 y 7 de septiembre es un buen ejemplo de lo anterior: el nacionalismo catalán, de orígenes carlistas y hegelianos, se carga en pocas horas el Estado de derecho, simplemente porque nunca lo ha entendido ni valorado. En las raíces del nacionalismo catalán hay una cultura antiliberal que imposibilita para comprender y aceptar con todas sus consecuencias el Estado liberal de derecho.
 
A Hegel, el nacionalismo catalán aún le debe más: su historicismo. Hegel ideó una teoría histórica de la nación. El “espíritu del pueblo” actúa a través de la Historia, se va manifestando en el tiempo como una especie de revelación divina actuante en hechos y acontecimientos. Es precisa, pues, una relectura hegeliana de la Historia en la que el sujeto es la nación, no las personas y su libertad. Hay que establecer todo un relato histórico a la luz del “espíritu del pueblo” y ponerlo al servicio de la construcción nacional. Y, por supuesto, transmitirlo a través de la educación para formar hombres y mujeres despojados de su libertad como ciudadanos y convertirlos orgullosamente en simples muescas de la maquinaria irracional del Estado hegeliano-nacionalista, rabiosamente antiliberal. Y algo más: para Hegel, la nación se autorrealiza en contraposición a otras naciones, desarrollando lo que hoy llamaríamos un supremacismo. La guerra es, para Hegel, algo positivo, porque une al pueblo y fortalece la nación. El desprecio más o menos implícito hacia otros pueblos, el uso de consignas que fomentan el rencor y antipatía hacia quienes no son “pueblo” derivan de esta necesidad de autoafirmación, que llega hasta el acoso físico de personas, incluso de menores. Las formas en que el nacionalismo catalán ha usado la animadversión como método político son variadas (“España nos roba”, llamar “fascistas” a los constitucionalistas…). En el fondo, el nacionalismo de matriz hegeliana atribuye al Estado (a la nación) una moralidad intrínseca. El bien o el mal es aquello que conviene o no a la nación. Así, todo está permitido, desde saltarse las leyes hasta depositar votos fraudulentos en unas urnas, manipular fotografías o mentir (“ningún banco se irá de Cataluña…”).
 
 
¿Y las CUP? ¿Qué tienen que ver en este panorama ideológico nacido del carlismo tradicionalista? Más de lo que parece. Las CUP representan otro componente ideológico: el anarquismo. Cataluña tierra de carlistas y de anarquistas. Y ambos coinciden en algo esencial: la incomprensión y desprecio hacia el Estado liberal de derecho. Nacionalismo hegeliano y anarquismo son enemigos declarados de las sociedades abiertas. Aunque tácticamente sean aliados, los objetivos son distintos. En un caso, hay que destruir el Estado liberal para sustituirlo por un Estado nacional; y en el otro, la liquidación del Estado lleva a sustituirlo por el colectivismo.
 
Pero, en ambos casos, la sombra de Hegel planea por igual. El hegelianismo es el padre del totalitarismo moderno, tanto del fascista como del marxista. Si sustituimos la nación o el “espíritu del pueblo” por “raza” tendremos el nazismo y si lo hacemos por “proletariado”, tenemos el marxismo y el anarquismo. En ambos casos, el ciudadano racional y libre es diluido en la nación o en la clase. En ambos casos su libertad personal consiste en adecuar su voluntad al Estado nacional o al partido que encarna la clase.
 
“Nación”, “clase social”, “pueblo”, “proletariado” se han convertido en mitos con gran capacidad de atracción de ilusos para los que razonar resulta aburrido. George Sorel era un marxista francés cansado de leer “El Capital” de Marx sin llegar a entender las sutilezas de sus cuatro largos y farragosos tomos. Marx era demasiado racionalista y su socialismo “científico” muy tedioso para movilizar a las masas. Sorel hizo una relectura irracionalista del marxismo, abandonando sus pretensiones argumentativas por el mito. Se dio perfectamente cuenta de que el proletariado o la lucha de clases elevados a la categoría de mito eran mucho más eficaces que los alambicados análisis de “El Capital”. Sorel introdujo en la política contemporánea el mito como sustitutivo del racionalismo marxista. Tanto el comunismo como el nacionalismo y los fascismos (una variante del nacionalismo hegeliano) encontraron el mito como banderín de enganche para atraer a las atribuladas masas necesitadas de paraísos en donde descansar sus sentimientos y cubrir sus esperanzas. La nación como mito entró en el discurso nacionalista y singularmente en el catalán. Por eso se hace tan difícil argumentar racionalmente con quien ha renunciado a pensar y subrogado su razón al sentimiento y a la esperanza de que llegue el mesías que traerá la tierra prometida de la nación independiente, feliz, próspera y sin clases, si añadimos al mito de la nación el del proletariado triunfante. El argumentario nacionalista se convierte en propaganda.

Los orígenes intelectuales del nacionalismo catalán (II): el catalanismo liberal

Afortunadamente y a pesar del empuje que tienen los populismos anuladores de la libertad, la civilización europea ha avanzado lo suficiente como para consolidar al Estado de derecho nacido del liberalismo como el modelo de la Unión Europea. En un club de Estados que tienen en común el constitucionalismo liberal y un afán de superar los etnicismos, no cabe el retorno al tribalismo y al colectivismo.

 
Francesc Cambó


A esa civilización basada en el Estado de derecho se sumó España a partir de 1978. Por supuesto, el nacionalismo hegeliano también cosechó frutos en España. El nacionalismo liberal nacido con la Constitución de 1812 fue herido por el terremoto hegeliano. La España franquista, singularmente en la década de 1940 y 1950 es un ejemplo de Estado nacional, secuestrado por un nacionalismo hegeliano que bebe de las mismas fuentes que el catalán: el carlismo y el tradicionalismo del siglo XIX. Si Torras y Bages se sentó en la asamblea de la Unión Catalanista, otros obispos lo hicieron en las Cortes orgánicas y en ambos casos supongo que muy a gusto. También se reelaboró una Historia de España en clave del “espíritu del pueblo”, del pueblo español totalitariamente absorbido por una minoría.

Pero España echó el nacionalismo hegeliano al basurero de la Historia en 1978, sumándose al modelo de los países más democráticos de Europa. La Constitución de 1978 no es una constitución nacionalista en el sentido hegeliano del término. Nuestra ley fundamental renuncia al centralismo, reconoce las nacionalidades y lenguas oficiales distintas al castellano. A nadie se le obliga a sentirse español y se amparan diversas identidades representadas por partidos políticos con credo nacionalista no español. La nación española se basa en el respeto al Estado de Derecho y nada más. No se desprende de nuestra carta magna un patriotismo españolista, sino un patriotismo constitucional al modo de Habermas. Lo que ahora está en juego no es una España nacional uniformadora, es el Estado constitucional, base de la convivencia en las sociedades civilizadas. La secesión no es solo el desmembramiento de un territorio, es la ruptura de las reglas de juego, del pacto entre ciudadanos libres e iguales que viven bajo el amparo de unas leyes comunes, que pueden cambiarse de acuerdo con unas reglas. Lo que está en juego es estar con la civilización europea superadora de los nacionalismos tribalistas o volver atrás en la Historia. Es optar por el razonamiento o la propaganda sentimentaloide.

Existe, afortunadamente, una Cataluña liberal y constitucionalista. También con raíces históricas. Liberales catalanes estuvieron en las Cortes de Cádiz y en los gobiernos liberales del siglo XIX. Uno de los grandes liberales españoles es Joan Prim i Prats, con ocho apellidos catalanes y presidente del gobierno constitucional de España entre 1869 y 1870. Los hombres que crearon la Lliga Regionalista (1901) aunque alguno viniera del carlismo (Prat de la Riba), otros, singularmente Cambó, eran liberales. Mientras los nacionalistas más hegelianos agrupados en la Unión Catalanista no querían saber nada de la España liberal, los jóvenes escindidos de ella se atrevieron a formar un partido político que aceptaba la Constitución de 1876.  Todo un anatema para los otros nacionalistas para quienes el catalanismo debía ser un movimiento nacional (la Unión Catalanista) y nada de partidos políticos porque esos hacían el juego al odiado Estado liberal. Al fin y al cabo, los nacionalistas de la Unión Catalanista no querían un parlamento con partidos, si no otro corporativo tal como defendían las Bases de Manresa que, por cierto, fueron fruto de la Unión.

El experimento de la Lliga es interesante e imposible de resumir aquí. Baste decir que los hombres de la Lliga (Cambó incluido) formaron parte de los gobiernos de España. Su credo ideológico era el “noucentisme” (novecentismo), una reacción racionalista y civilista contra el nacionalismo hegeliano omnipresente. El “noucentisme” alababa la obra bien hecha, la racionalidad, mesura y proporción inspiradas en el mundo clásico, en definitiva, el “seny”, la sensatez, como fórmula no solo de hacer política, también como distintivo para conseguir una sociedad armónica, trabajadora y pacífica.  El sumo pontífice del “noucentisme” fue Eugenio D’Ors, pero su egocentrismo le indispuso con los dirigentes de la Lliga y acabó instalándose en Madrid, donde evolucionó hacia el nacionalismo totalitario, se hizo falangista y acabó sus días como intelectual orgánico, y bien pagado, del franquismo.

Pero al llegar la República el nacionalismo liberal de la Lliga había sido desbordado otra vez por el nacionalismo hegeliano, irracionalista, sentimental y emotivista que fraguó en Estat Català y en la Esquerra Republicana de Cataluña. El antiliberalismo y el desapego a lo que es un Estado de derecho tiene su particular performance el 6 de octubre de 1934 en que Companys perpetró un golpe de Estado contra el gobierno legítimo de la República. Y por el mismo motivo que ahora: el Tribunal de Garantías Constitucionales declaró inconstitucional una Ley de Contratos de Cultivo. Pero Companys -lejos de entender lo que es un Estado de derecho-interpretó la sentencia como un ataque a toda Cataluña. Otra vez la consigna de “somos un pueblo”. El “espíritu del pueblo” había sido ultrajado y eso no podía consentirse. ¿Quién es un tribunal por muy alto que sea para sentenciar contra la nación catalana cuando esta nación es anterior y superior al Estado y cualquier tribunal?


Juan Prim y Prats, marques de los Castillejos (retrato por Luis de Madrazo, 1870)

Amadeu Hurtado, el abogado catalanista que hizo de mediador entre Companys y el gobierno central explica en sus memorias cómo le hizo llegar al “president” una oferta de solución pactada a la que Companys se negó porque por encima de todo quería la confrontación para tensar a las masas nacionalistas. Por algo los de Esquerra ya tenían sus agitadores preparados, sus “escamots” o grupos paramilitares dispuestos a las movilizaciones. Venían a ser una Asamblea Nacional Catalana, pero a lo bruto. El recurso a la calle, al griterío y a una supuesta “rebelión democrática” se superpone a la democracia constitucional. Cualquier parecido con la actualidad no es pura coincidencia. Cambian las personas, el trasfondo antiliberal sigue incólume.

El retorno de la democracia en España favoreció de nuevo un nacionalismo liberal catalán respetuoso con el Estado de derecho: Convergència i Unió. Pero su componente liberal no ha sido capaz de superar el envite que el renacido nacionalismo hegeliano -nunca definitivamente olvidado- ha hecho del catalanismo político. El relato irracionalista, sentimental y antiliberal ha vuelto a apoderarse del nacionalismo catalán. La atávica desconfianza del carlismo hacia el Estado liberal ha renacido (quizás nunca murió), sobre todo en las zonas de Cataluña en donde el tradicionalismo de Torras i Bages ha hibernado a la sombra de campanarios y masías recordando las gestas de las guerras carlistas cuando los heroicos soldados y los curas “trabucaires” luchaban contra el Estado liberal. No lo sabían, pero también luchaban contra la razón, la libertad y los valores políticos que cimentan la Europa de la que no se quieren separar, pero de la que ideológicamente están lejos. Y, por si a los europeos les queda alguna duda, que revisen lo que pasó los días 6 y 7 de septiembre de 2017.

A modo de conclusión: el nacionalismo catalán mayoritario se mueve en un plano sentimental, emotivo, mítico y propagandístico que hace muy difícil el diálogo basado en una argumentación racionalista y jurídica. Mis intentos de argumentar sobre la base de los principios del liberalismo racionalista, fundamento del Estado de derecho, con independentistas irredentos son vanos. Por eso soy pesimista. Los irracionalismos del siglo XX no fueron derrotados por la fuerza de la razón si no por el desastre histórico que todo irracionalismo conlleva. Ojalá no haga falta llegar a demostrar lo endeble de sus promesas o las consecuencias económicas y sociales de un proyecto basado en ilusiones y no en razonamientos para pasar página en la Historia. El desastre se puede evitar. Pero quizás algunos nacionalistas hegelianos puedan ser sensibles a esta idea: una ideología que divide y enfrenta a toda una sociedad es moralmente inaceptable (perversa diría Popper) y solo puede llevar al fracaso. Por eso no soy nacionalista y soy liberal, porque el liberalismo y su expresión jurídica, el Estado de derecho, han sido capaces de conseguir un modelo de sociedad en donde caben todos, todos pueden expresarse y defender sus ideas, las discrepancias se resuelven en un marco legal conocido y la convivencia es el máximo objetivo de toda actividad política.
EL AUTOR ES CATEDRÁTICO EMÉRITO DE GEOGRAFÍA E HISTORIA, ESPECIALISTA EN EL LIBERALISMO ESPAÑOL. AUTOR DE “VIVA LA PEPA. LOS FRUTOS DEL LIBERALISMO ESPAÑOL”, “EL CATOLICISMO LIBERAL EN ESPAÑA” Y “DE LA PEPA A PODEMOS. HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA”

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